Cantabria y el invierno demográfico. Impactos, retos, propuestas
Nuestra sociedad occidental contemporánea se encuentra todavía bajo el influjo de filosofías nihilistas y postmodernas que, despreciando el carácter genuino de la vida y la dignidad de la persona, estimulan conductas asociadas a la “cultura de la muerte”.
Una consecuencia de esas ideologías que, desde décadas atrás, incide directamente sobre el comportamiento de la población occidental es el “invierno demográfico”; es decir: el envejecimiento acelerado de la ciudadanía.
De modo que, frente a la “juventud” de los países africanos y la América española, la gravedad de esta situación demográfica está instalada en la “vieja” Europa; afectando en particular a España (la anteúltima a nivel europeo) y, especialmente dentro de nuestro país, a la comunidad autónoma de Cantabria, que se sitúa en el “vagón de cola”.
En efecto, en Cantabria los nacimientos son ya bastantes menos que las defunciones, lo que implica un crecimiento vegetativo negativo, con una tasa de natalidad pírrica: los jóvenes escasean mientras que las personas mayores representan ya la mayoría de la población.
Si esta tendencia sigue por este rumbo y si en un medio plazo no se ejecutan medidas correctoras a esta derrota demográfica, entonces los motores del progreso socioeconómico de estadios presentes corren el riesgo de “naufragar”.
Un diagnóstico objetivo exige conocer y reflexionar la cuestión a partir de los indicadores estadíscos. A tal fin y para identificar los cambios existentes en la población de Cantabria, me apoyo en datos tomados del Instituto nacional de Estadística (INE) correspondientes a 1975 y a los más actualizados en este momento, que cualitativamente se asemejan a los del conjunto de España.
La población montañesa en 1975 era de 488.415 personas, y hoy (2022) de 585.222. Sin duda, este incremento se logra gracias a los sucesivos avances de las ciencias sanitarias, que posibilitan extender la media de esperanza de vida (longevidad), hoy en más de 10 años (1975: 73,07 años, 2021: 83,64). Estas cifras no preocuparían si no fuera por las variaciones de los parámetros demográficos, que se acentúan a partir de la década de 1980.
Concretamente, la tasa de natalidad en 1975 registraba el 17.95 por ciento, hoy (2021) el 5,63 por ciento (una tercera parte menos); de modo que el índice de fecundidad en 1975 era de 2,63, frente al actual de 1,04.
Una población no “cae” mientras que este índice de hijos por mujer esté por encima del 2,05 y el 2,1; no obstante, a partir de 1981, en Cantabria (y España) este índice siempre ha estado por debajo de ese umbral. Por consiguiente, en 1975: tres de cada 10 personas tenían menos de 14 años, y uno de cada 10, más de 64 años; actualmente (2022): uno de cada 10 personas son menores (dos tercios menos), y dos de cada 10, mayores (se ha duplicado). Por otra parte, la tasa de mortalidad en 1975 marcaba el 8,74 por ciento, y actualmente (2021) el 10,37 por ciento.
Contrastadas ambas tasas (natalidad menos mortalidad) resulta que el saldo vegetativo en Cantabria en 1975 era positivo, esto es: más nacimientos que decesos (+4.494), mientras que hoy (2021) es negativo: más fallecimientos que nacimientos (-2.767).
Así, puede concluirse que hoy la población montañesa a medida que se está contrayendo también envejece, visualizándose una pirámide poblacional con forma de “paraguas”, que de seguir así tornará a forma de pirámide “invertida”.
La complejidad de este escenario requiere abordar una reflexión rigurosa que proponga e impulse la urgente adopción de medidas ejecutivas ante a este declive poblacional, que de no reconducirse producirá un auténtico “suicidio demográfico”, porque de materializarse esta tendencia, nuestro estado de bienestar y las bases constitutivas de nuestra forma de convivencia podrían desmoronarse.