¿Quo vadis, FIS?
Hace unos días que finalizó la 72 edición del Festival Internacional de Santander y ha pasado dejando poca huella.
Ahora es el momento de hacer balance y es cuando, de nuevo, surgen las eternas preguntas: ¿Cuál es el futuro del Festival Internacional de Santander?, ¿se va a trabajar en un modelo propio y diferente del resto de ciclos musicales? Son muchas las incógnitas y pocas o ninguna las respuestas.
Es verdad que parece que se recupera la asistencia de público después de los años de pandemia, con varios llenos de la Sala Argenta, pero seamos realistas, es un público mayoritariamente de Cantabria, excepto, claro está, los invitados por la organización ex profeso para lucir palmito veraniego por la bahía de Santander y que, salvo alguna excepción, poco o ningún interés tienen por la música.
El Festival ha tenido un presupuesto global que supera los 2,2 millones de euros. Sus dirigentes deberán dar explicaciones al Patronato que lo controla sobre los criterios artísticos y de organización que se han aplicado y que se van a aplicar en el futuro. Pero ese Patronato demuestra nulo interés por el futuro de un festival que se muere de inanición.
Todos los años, amigos y conocidos de ciudades cercanas me preguntan lo de siempre: “¿qué hay en el FIS este año?” Y yo intento “vender” la programación de la manera más llamativa posible. Y todos los años me responden lo mismo: “ah, pero eso ya lo tenemos nosotros durante todo el año y más barato”. Poca o nula contribución al turismo cultural.
Para hacer lo mismo que en otros sitios, y a fotocopia de San Sebastián, habría que preguntarse por la utilidad del actual modelo de festival veraniego que nos sale muy caro y repercute muy poco en la cultura y la economía de Cantabria.
De esta pasada edición se pueden destacar momentos especiales, como la dirección de Daniel Harding con la Orquesta de Cámara de Europa, el recital de Sokolov o la versión del 'Orfeo' de Monteverdi. Y otras destacables como el Ensemble Arcangelo o la nueva coreografía de Antonio Najarro. Otras han sido desilusionantes como las actuaciones de Juan Diego Flórez o el bolo de Anne-Sophie Mutter. Al igual que la Novena de Beethoven con más ruido que gloria, o la versión de Juanjo Mena con la Primera de Mahler que ya está olvidada, o el mareo de la dirección de Omer Meir Wellber al frente de la Deutsche Kammerphilarmonie Bremen.
El FIS de hoy día se compone de una programación clásica repetida una y otra vez (al pobre Beethoven le tienen machacado), a excepción de algún programa barroco en los incómodos Marcos Históricos, con ausencia de creaciones contemporáneas, olvido de la nueva generación de compositores, directores o coreógrafos, y total falta de interés por trabajar en colaboración con otros ciclos europeos en proyectos originales de alto nivel artístico.
Un Festival subvencionado con dinero público debería además fijar su atención en estudiantes, profesionales y artistas locales, para que se puedan beneficiar de los conocimientos de las grandes figuras que desfilan por nuestra ciudad, aprovechando su presencia por medio de charlas, conferencias, mesas redondas o debates, con la asistencia de esos niños y jóvenes que tendrían una oportunidad de oro de escuchar a esos maestros que para ellos son ídolos y ejemplos a seguir.
El absurdo horario de comienzo de los conciertos a las 20.30 horas que no se da en ninguna ciudad, incluida la copiada Donostia, es un claro ejemplo de esa mentalidad antigua que aún rige en el FIS. O el empeño por alargar el ciclo todo el mes de agosto, cuando se podría concentrar el presupuesto en menos semanas y así poder hacer propuestas verdaderamente interesantes y novedosas.
Los nuevos tiempos reclaman audacia para implantar nuevos modelos artísticos y valor para arriesgarse en nuevos programas porque, de continuar así, el Festival de Santander seguirá durmiendo el sueño de una noche de verano, y quién sabe si despertará.