Pedrín
Nunca supe lo que de verdad significa el ridículo hasta que me di cuenta de que aquella equivocación fue un aprendizaje, el mismo que mostró al mundo cómo cada cual puede disfrutar de sus propios errores.
Sucedió en una calurosa tarde del mes de agosto del año 1989. Los días se iban acortando de manera gradual y las largas noches veraniegas pasaban a convertirse en preámbulos de repetidas juergas y borracheras que iniciaban la cuenta atrás para llegar a su fin.
Eran las seis de la tarde cuando los veraneantes se dispersaban con sus toallas a lo largo de la campa de ‘Los pinos’ del pasaje de Santoña.
A gusto con el calorcito, un sol imponente apostado cerca de Montehano continuaba dando sus últimas pinceladas para terminar de dorar la piel de los más resistentes.
La marea estaba subida y los bañistas se arremolinaban en la rampa para coger las mejores posiciones desde la escollera y zambullirse en un refrescante baño en la bahía santoñesa.
Algunos, los más atentos, aprovechaban para hacerse una fotografía e inmortalizar el momento junto a sus amigos y familiares. La furgoneta de helados La Polar, aparcada en las inmediaciones, hacía su agosto (nunca mejor dicho) a base de vender helados de todos los sabores.
Estaba muy de moda el de tutti-frutti, un sucedáneo algo grasiento, muy recomendable para paladares con ganas de marcha estomacal. Hasta aquel instante, todo era presumiblemente idílico, pero apareció él, el único capaz de alterar la normalidad de lo que venía siendo una tarde arquetipo.
Llegó campechano, con su bolsa estampada de flores fashion al hombro; la depositó con esmero a la sombra de los viejos pinos mientras, mirada al infinito, se quitó la estrambótica bata de playa que llevaba con parsimoniosa sensualidad, la justa para dejar al descubierto la infausta pelambrera de los muslos de las piernas.
El bañador, tipo slip, acrecentaba todavía más el vigor de sus varoniles y peludas características, detalles que no escapaban a la atención de ningún ávido del cotilleo.
Conocedor y presumido de su envarado sexapil y consciente de que todo el mundo le miraba, sacó la crema bronceadora con extracto de zanahoria de las antípodas, se embadurnó con la misma desde la cara hasta los pies, se colocó sus Ray-Ban polarizadas con la gracia de un monsieur de la Bretaña, y esbozó una picarona sonrisa, no sin antes darle unos lametones al afamado helado de tutti-frutti que acababa de comprar.
Aquel llamativo individuo de mostacho al estilo Burt Reynolds, pasaría a la posteridad engullido por un potente, extraño y nauseabundo buqué a vino rancio.
Cuando alguien allí presente se quejó del insoportable olor que de su cuerpo desprendía, el hombre, enojado al oír aquellas necias y ofensivas palabras, respondió que posiblemente y sin lugar a la duda lo hubiese olido su puta madre. A partir de ahí todo se desmadró, valga la redundancia. Y creyendo que aquello terminaría en una monumental tángana, otra voz espontánea se atrevió a decir, - tú te le tiras, tú te le comes -, frase que sorpresivamente vino a calmar el caldeado ánimo.
Pedrín el de los pedos, como así pasaron a llamarle en el pueblo después de aquella tarde veraniega, siempre se arrepintió de haberlo hecho, sobre todo de haber llegado mamado a la playa de aquella manera; eso sí, con el orgullo que solamente puede caracterizar a quien presume de sí mismo, lanzó una frase legendaria para quien quisiese captarla: “los que se atrevan que se suban encima, que les llevo”.