domingo. 24.11.2024
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Opinión

La visera de aquel Carnaval

La valentía. Siempre admiré a los valientes, a los que se atreven con todo y avanzan decididos buscando su lugar.

La visera de aquel Carnaval

Por eso opté un día opté por serlo, quizá para intentar encontrarme a mí misma, evitando así el miedo que me provocaba tener una oportunidad y perdérmela por mis aprehensiones.

Aquella mañana me desperté escuchando la canción “I just called to say I love you”, de Stevie Wonder; era una enamoradiza que soñaba con experimentar una aventura que apareciese de la nada y cuya vivencia fuese capaz de cambiarme la vida de golpe y plumazo.

Y  ocurrió, claro que ocurrió; sucedió durante los Carnavales de Santoña, en febrero de 1986; concretamente en la campa del Glacis, en el inicio de lo que, tal y como pasó, fue y pudo haber sido. 

Aquel día despertó el barrio de Corea con el trinar de los pájaros y las voces de los conocidos vecinos de las casas de pescadores dándose los buenos días al abrir las ventanas de sus viviendas. Me di prisa para salir. Antes del gran desfile de la tarde, había quedado con la Pandi para hablar de las novedades de nuestros disfraces y para matar la mañana con una excursión fugaz por el monte Buciero.

El sol lucía esplendoroso y, aunque hacía algo de frío, una ligera bruma en el mar maquillaba parte de la luminosidad de un paisaje idílico en el que las olas, ligeramente encrespadas, aumentaban el contraste del típico color invernal.

Lucia, Marta y Brenda, adaptadas a la hilarante moda del momento, iban ataviadas con unos vaqueros de colores estampados, jerséis de cuello alto y cazadoras polares con florecillas en sus mangas. De pies sobre la verde hierba de la campa santoñesa, esperaban pacientes mi llegada para poder dar comienzo a la excursión. Ninguna imaginábamos que aquella ocurrente y juvenil idea terminaría convirtiéndose en toda una odisea que jamás llegaríamos a olvidar. Sobre todo yo.

En el fuerte de San Martín nos esperaban Joseba, Chiqui y Dolfo, los respectivos amigos consentidos de mis amigas; a ellos les acompañaba un chico que nunca había venido y que no conocíamos, de hecho se unió voluntariamente al grupo durante la subida al monte. Tenía los ojos azules, muchas pecas por la nariz, y vestía con una visera blanca que, unido a un acento de aire boato y hippie cuando se expresaba, le confería un perfil bastante interesante.

Se presentó brevemente: - Zoy Alé, de Zevilla…-, sin más.

Era tan corto en palabras que parecía que había venido a la cita obligado por algún interés. Sus vaqueros rotos y desgastados, recortados hasta la pantorrilla, unido a los graciosos rizos rubios de surfero setentero que le caían como lianas por la frente, le pegaban para salir en el desfile disfrazado del personaje de Shaggy, de los dibujos animados de Scooby-Doo.

Ajeno al peligro que más tarde se nos avecinaría, fue él mismo Alé el que propuso la idea: - ¿y zi nod vamod a Villa Pececitod? -.

Estaba claro que eso de pronunciar la ‘S’ no era lo suyo, pero ninguno respondimos en contra porque, total, el lugar propuesto era un clásico, estaba a un paso y, además, de esa manera no tendríamos que andar mucho para cargar pilas en previsión del vespertino desfile. Nos sorprendió que aquel chaval conociese el nombre de la zona propuesta, quizá le habrían hablado de ella, o puede que hubiese estado allí alguna vez.

El caso es que, junto a la fortaleza de San Carlos, descendimos por un corto y sinuoso camino de tierra hasta llegar a una pequeña cala donde el agua era tan brillante como las plateas de las lubinas que en ese momento circundaban alrededor de los bajíos que asomaban entre la incipiente pleamar.

El vaivén del oleaje iba en aumento, pero eso no fue obstáculo para impedir que nuestro juvenil y temerario atrevimiento descuidase miedos antes de quitarnos la ropa y lanzarnos al mar. 

Fue una locura: - No hay cojones a quitarse la ropa e ir hasta aquella roca-.

Joseba, Chiqui y Dolfo fueron los primeros en zambullirse. Alé, sin embargo, no lo veía claro; por eso, sentado sobre el matorral bajo mientras se comía un bocata, prefirió quedarse a la espera de que el mar se tranquilizase. O eso dijo.

Lucia, Marta, Brenda y yo, muertas de frío, nadamos contra corriente siguiendo la estela de los chicos hasta llegar a un saliente en el que había que apoyarse con cuidado para no cortarse. 

Las aristas de la roca que nos salvaguardaba del vaivén de las olas estaban afiladas como cuchillos, por eso, entre risas y palmas por la insólita situación, con la debida separación para no tropezarnos entre nosotros, nos sujetamos como pudimos a nuestro improvisado oasis en mitad de un mar que, repentinamente, pareció encogerse como un acordeón antes de comenzar a gestar una espectacular ola, de esas que los viejos llaman de sur y nacen desde lejos hasta golpear con violencia la costa.

Era cuestión de segundos, teníamos que tomar una decisión: o aguantábamos agarrados a la roca o intentábamos volver nadando la costa. Alé gritaba y nos hacía señales con las manos, animándonos a que saliésemos de allí cuanto antes. 

Ateridos de frío, decidimos saltar para intentar ponernos a salvo. Todos menos yo.

Me quedé paralizada mientras mis amigos nadaban en dirección al monte remontando contrarreloj un tramo de unos cuarenta metros. Giré mi cabeza y comprobé las dimensiones de la ola que estaba a punto de engullirme. Lucía, Marta, Brenda, Dolfo, Joseba y Chiqui se pusieron a salvo, habían conseguido llegar a tierra, no sin dificultad, pero extrañamente Alé no estaba entre ellos, había desaparecido. No dio tiempo para más.

Antes de salir despedida al mar, el impulso de la gran ola me arrastró por la superficie de la roca provocándome un gran corte en la pantorrilla. Recuerdo que, infructuosamente, intenté sacar la cabeza a la superficie para poder respirar. En mi baldío intento, una nube azul con tonalidades rosas me envolvió.

Podía coger aire, era como si flotase entre algodones y me llevasen en volandas a una velocidad de vértigo. Me sentía segura dentro de un anestésico letargo en el que mi propio cuerpo me pedía permanecer allí un poquito más. Después no recuerdo, solo que desperté en la cama del Hospital Marqués de Valdecilla después de una semana en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI), según me dijeron las enfermeras nada más abrir los ojos.

De Alé no volvimos a saber nada. Me contaron que se lanzó al agua para salvarme, que me trajo hasta la orilla del monte antes de que una nueva ola le engullera y le hiciese desaparecer.

En las labores de búsqueda encontraron su visera flotando. Nadie supo añadir ningún dato sobre él porque en realidad no le conocíamos. Tampoco  ninguna persona se acercó a denunciar su desaparición.

Desde entonces, y ya han pasado casi cuarenta años, deposito en la iglesia de Santa María del Puerto el único recuerdo que me dejó aquel “Zevilla” con su magia carnavalera: su visera.