Pensando en la estafa del Leviatán sin rumbo
“El día que nací, mi madre parió gemelos: yo y mi miedo”
Thomas Hobbes
Todo comenzó cuando Thomas Hobbes (1588-1679) creó una mole conceptual que tuvo injerencia inescrutable en la política moderna que cambió la forma de constituirnos como comunidades autónomas denominadas Estados.
Pues bien, a lo que hoy entendemos por Estado Hobbes lo simbolizó en un Leviatán, un monstruo bíblico que representa la fuerza inmensa y desmedida de una entidad ante la cual nos tenemos que subyugar a cambio de su protección frente a enemigos externos e internos (quien se atreva a desafiarlo desde afuera, recibirá guerra, quien ose de romper el contrato social interno, sufriría las consecuencias del peso de la ley).
En la presente oportunidad intentaremos reflexionar en torno a desprotección del gigante al cual le hemos otorgado unánimemente el poder de custodiarnos, protegernos y albergarnos, a saber, la idea de Estado. Cuando Hobbes redactó el Leviatán en 1651, ya había vivido la revolución y la guerra civil que proclamó la República y decapitó a Carlos I, Rey de Inglaterra, Irlanda y Escocia en 1649.
En tal contexto, el filósofo inglés no tuvo mejor idea que pensar que lo peor que podría sucederle a cualquier comunidad organizada era abrazar la anarquía en el fulgor de las típicas ínfulas de libertad que suelen despertar las revoluciones. Ante ello, la mayor inquietud del pensador inglés podría resumirse en una pregunta práctica esencial: ¿cómo podemos hacer los seres humanos para convivir, todos juntos en un lugar, sin causarnos daño, o vivir en una situación caótica permanente?
Para dar una respuesta a semejantes tiempos convulsos, ideó una filosofía estrictamente política que se antepusiera a la amenaza precedentemente enunciada. En pocas palabras, sus ideas defendieron ideales que sostenían la tesis acerca de que solamente un gobierno lo suficientemente fuerte (necesariamente autoritario) es el que puede garantizar la vida ordenada en sociedad. Incorporó al léxico político conceptos fundamentales, como el contractualismo.
Si bien “el hombre es un lobo para el hombre”, es decir, somos todos potencialmente malvados por naturaleza, sería entonces necesario establecer ciertas reglas para que esos “lobos” puedan convivir de una manera tensamente armoniosa.
El motor motivacional, en definitiva, es el miedo de ser devorados por el salvajismo propio de un “estado de naturaleza” que no conocer de códigos de conducta, de cuidado y protección y mucho menos de respeto y tolerancia: es el imperio total de la fuerza de unos sobre otros. Menuda metáfora de Hobbes para definir nuestra naturaleza, pero, les pregunto queridos lectores ¿se equivoca?.
Aun viviendo en pleno “Estado de derecho”, ¿no cerráis con llave su casa o coche al salir?, ¿qué son esos barrotes en vuestras ventanas?, ¿para qué están esos dispositivos que suenan tan fuerte cuando alguien irrumpe en nuestra morada?, ¿por qué hay cada vez más cámaras de seguridad en la vía pública?
Pues sí, paradójicamente, vivimos en un Estado que tiene cárceles, fuerzas de seguridad, Cortes de Justicia y letrados que condenan a criminales, delincuentes, violadores, estafadores y violentos.
Sí, tenemos de todo en el cuerpo de nuestro desgastado Leviatán, el cual parece no estar pudiendo protegernos cabalmente de aquel otro monstruo bíblico, a saber, el Behemot, clara representación de la anarquía y la guerra civil. El peligro permanente y latente de la precitada bestia atenta permanentemente contra el alma (la soberanía) y la razón (las leyes y la justicia).
Dichos pilares que suelen mantener en pie nuestro Estado y nuestra forma de vida, más allá de los simbolismos, se encuentran en un estado de lucha permanente por su supervivencia en el marco de un campo de batalla agónico que trasluce la interminable lucha de intereses propios de nuestra naturaleza.
Pero, si hasta el día de hoy ha pervivido el sistema representativo democrático-republicano, es porque la gran mayoría de ciudadanos (antes, súbditos) han cedido el poder de ejercer la justicia y el orden a un Estado que si bien castiga al incumplidor, garantiza el orden al cumplidor.
Pues bien amigos lectores, a la vista está que el modelo está completamente quebrado por la sustancial y evidente falta de confianza de quienes cedemos el poder al sumo ente de gobernabilidad. La sensación permanente de desprotección que sienten los miembros de Estados democráticos se deja traslucir, desde hace un tiempo considerable, ante la visible imposibilidad del “monstruo” de ser efectivo y ecuánime en algunos aspectos centrales.
Para simbolizar semejante resquebrajamiento, traemos como ejemplo el siempre intemporal tango argentino titulado “Cambalache”, escrito por de Enrique Santos Discépolo y Raúl Seixas en 1934, en el cual se expone un panorama sombrío de entreguerras que explicita una decadencia moral y política, aparentemente sin precedentes, de un mundo que a simple vista se muestra totalmente irresoluto.
Básicamente se declara, bien al estilo de Schopenhauer, que el mundo fue, es y será una “porquería” en cuanto que siempre existieron delincuentes, personajes maquiavélicos dirigiendo nuestros destinos y estafados. Nuestros tangueros, anonadados con el Siglo XX y su asqueroso despliegue de maldad insolente, aún no podían avizorar el reinado de la perversión que haría gala en el siglo siguiente.
Aun así, el sentimiento de una canción escrita hace casi cien años, mantiene su vigencia, en cuanto que la comunidad percibe cotidianamente y tangiblemente la estafa que representa vivir en una sociedad en la que da lo mismo ser honesto que traidor, ignorante que sabio, ladrón y estafador que generoso. ¿Acaso nos habrán borrado el horizonte con una esponja?.
Cuando Nietzsche realizaba su crítica a la metafísica occidental acerca de la moral platónico-cristiana occidental y hacía referencia a una decadencia se refería exclusivamente a ese sentido imposibilidad de poder contemplar un sentido: cuando la existencia no dispensa vida, reina la muerte y la decadencia, la total imposibilidad de distinción entre lo correcto y lo nefasto.
Como bien sabemos, el arte en general, y la poesía y la música en particular pueden expresar sencillamente los problemas filosóficos y existenciales más críticos y amargos. En este sentido el tango logra expresar de manera sublime lo que casi todos los seres humanos sentimos cada mañana al abrir nuestros ojos, vivamos donde vivamos: “¡todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor! No hay aplazaos ni escalafón, los inmorales nos han igualado... Si uno vive en la impostura y otro roba en su ambición, da lo mismo que si es cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón”, o, en palabras de Dostoievski: “Si Dios no existe, todo está permitido”.
La falta de respeto y el atropello a la razón que representa la estafa de vivir en un sistema político y económico que en la mole legal que invisten nuestras Constituciones Nacionales aseguran la preservación y el cuidado de nuestros derechos humanos básicos, a la vez que fuera de la letra de la jurisprudencia nada se cumple con rigurosidad y persevera la hipocresía que entrona como Señores a ladrones y denigra a profesores (sobre todo de filosofía), médicos, científicos y personas probas en general, termina produciendo una herida moral en la comunidad muy difícil de subsanar, hecha carne mediante una justicia que no dispensa penas y castigos correctamente ni garantiza la libertad ciudadana; una fuerza de seguridad que no te cuida; un sistema educativo que no forma seres libres y pensantes; un sistema de salud permanentemente colapsado y un mercado salvaje que impide que un trabajador que cumple con todas sus obligaciones no pueda darle a su familia una vida digna y un sistema político representativo que, tras las elecciones, no representa a nadie.
Amigos lectores, sentirnos identificados con la clara lectura crítica de la decadencia política, moral y económica en la que estamos inmersos, cada uno desde su rincón del globo, no es suficiente.
Así como Marx, en su Tesis 11 sobre Feuerbach nos decía que “hasta ahora los filósofos nos hemos encargado de interpretar al mundo, de lo que se trata es de cambiarlo”, nosotros, sí, Ud. y yo, simples ciudadanos que intentan pensar, tenemos que sentirnos parte activa de una sociedad que se corroe permanentemente por la desidia, el desinterés y la abulia cívica. En este sentido consideramos fundamental desnaturalizar el fin del tango, específicamente la prosa que versa insistiendo en que da lo mismo lo que seamos, puesto que a nadie le importa si nacimos honrados.
Pues no, sí importa, sí nos tiene que importar. La clave puede estar, creo humildemente, en que los honrados, sensatos y talentosos dejen de “estar sentados a un lado” de la vida ciudadana activa (política), porque mientras los buenos se retraen, los sátrapas avanzan y sin pudor ocupan ese lugar de poder y de decisión, el comando de mando de un Leviatán que se está quedando sin pies y sin cabeza, pero aún tiene latidos en su corazón.