lunes. 16.09.2024
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Opinión

Nosotros lo pagamos, ellos okupan…

Eran casi las tres de la madrugada en una noche de esas en las que el calor no te deja pegar ojo.

Nosotros lo pagamos, ellos okupan…

Por si fuera poco, en la casa del vecino se escuchaban unos ruidos extraños. Pensé que serían familiares del dueño, a quien hacía mucho tiempo que no veía por la zona.

De repente, un ruido extraño se escuchó más cerca. El despertador perdió su luz. Me dije que, con este calor, se habría ido la luz por el alto consumo de electricidad, pero al levantarme, ayudado por la luz del móvil, me pareció ver a alguien. Me asusté e intenté mirar por las rendijas de la persiana. Allí había un tipo subido en una escalera, haciendo un puente a la luz de mi casa.

Estaba tan nervioso que no sabía qué hacer, si llamar a la policía... Mi mujer dormía con mi hija pequeña, que tenía su cabeza sobre su regazo y el gato al otro lado. Era una escena tierna, pero ahora me asustaba que se pudieran despertar. El miedo se empezó a apoderar de mí. No sabía cuál era la opción más razonable. Tenía que llamar a la policía; la seguridad de mi familia podía correr peligro.

Después de esos momentos de indecisión, en los que mi cabeza pensaba tantas cosas por minuto que no me daba tiempo a razonar con claridad, vi que aquel tipo iba bajando de la escalera, pero se le oía jurar hasta en arameo. Al poco tiempo, volvió con unas tijeras y cinta aislante. Por si fuera poco, un perro le acompañaba; sus ladridos eran perfectamente audibles desde mi casa. Miraba cada vez a mi familia y pedía, por favor, que no se despertaran. Con pasar miedo yo ya tenía bastante.

Cogí mi móvil y marqué el 112 de emergencias. Me atendieron enseguida, pero me aconsejaron que quizás sería más rápido llamar al 062, para que una patrulla de la Guardia Civil pudiera llegar lo más rápido posible a mi domicilio.

Después de marcar ese número varias veces, conseguí que me respondieran. Les conté mi situación, pero su respuesta me desconcertó. Me dijeron que solo tenían una patrulla para toda la zona y que estaba en una emergencia. Claro, yo les dije que mi situación también me parecía una emergencia, a lo que me contestaron que si había algún daño o persona herida. Respondí que precisamente eso se trataba de evitar. Quedaron en que mandarían una patrulla lo más pronto posible, pero antes me pidieron todos mis datos.

La verdad es que el miedo es libre, y yo lo estaba sintiendo intensamente. El perro no dejaba de ladrar y cada vez parecía estar más cerca de nosotros. Por la noche, todos los gatos son pardos y los perros parecen leones, y una persona subida en una escalera en la pared de tu casa te parece un asesino en serie.

Pensé en llamar a algunos amigos de la urbanización, pero siendo más de las tres de la mañana, también me parecía una imprudencia. Los minutos pasaban tan lentamente y el miedo iba aumentando de forma exponencial. Para colmo, mi hija se despertó:

Papá, el vecino ha traído un perrito.

—Sí, cariño, duerme que es muy tarde.

Yo quiero ver también el perrito.

—Mañana, ahora no puede ser.

¿Y por qué no puede ser?

—Porque es muy tarde...

Mi mujer me miró con cara de pocos amigos:

Otra noche de insomnio, vente a la cama y deja de mirar ese perro.

—Sí, mi amor, ahora voy. Estaba buscando el sueño y no lo encontraba.

Solo faltaba que el gato me preguntara: "¿Qué hace un señor subido a una escalera en nuestra casa?"

Me fui a la cocina, cerré la puerta y llamé a un amigo. El móvil sonaba, pero nadie lo cogía. Al cabo de un buen rato y después de unas cuantas llamadas, se oyó su voz de dormido:

Tío, ¿qué coño quieres a estas horas?

—Oye, perdona, pero creo que tenemos un okupa en la casa de mis vecinos.

Mira que estoy dormido, pero ¿qué pasa? ¿Lleva el cartel de okupa para que tú lo sepas? ¿No puede ser un familiar?

—Ya, eso pensé hasta que le vi poner una escalera en la pared de mi casa y subirse para hacer un puente. Por cierto, yo no tengo luz, no sé tú.

Espera, que miro... ¡Hostias, es verdad! Yo tampoco. Ya me has dado la noche. Voy para tu casa, pero ¿has avisado a la policía?

—Claro, me dicen que mandan una patrulla.

Bueno, voy a avisar a alguien más.

—Sí, mejor. Entra por la puerta de la cocina y no hagáis ruido.

La patrulla prometida no aparecía. El okupa daba la impresión de que le había cogido cariño a mi casa y no se bajaba de la escalera. A ver si hay suerte y se duerme ahí.

Unos diez minutos más tarde, llegaron Luis, Felipe y Ángel.

¿Qué pasa? ¿Se ha marchado el tipo ese?

—No, sigue subiendo y bajando por la escalera. Parece que es un nuevo deporte.

Vamos a mirar. Pues sí, está con el perro.

Felipe, que es el menos tímido, se dirigió a él:

Oiga, señor, ¿se puede saber qué hace usted ahí subido? ¿Es de la compañía eléctrica o algo así?

—A ustedes, ¿qué "cojones" les importa? Váyanse de aquí que les echo el perro.

No había acabado de amenazarnos cuando, al grito de:

—¡Tarzán, a por ellos!

A la orden de su amo, el perro ya corría en nuestra dirección, y nosotros, con pies en polvorosa, uno para cada lado, como diciendo que escoja él. Menos mal que en esto llegó la patrulla de la Guardia Civil y, al enfocar la calle, el perro corrió buscando a su amo.

Se bajaron dos agentes de la Guardia Civil, que nos preguntaron lo que pasaba. Después de ponerles al día de lo sucedido, llamaron a la puerta del okupa, que no respondía. Hasta en cuatro ocasiones siguieron llamando. El perro también ladraba porque quería entrar, entre asustado y desafiante.

Cuando ya parecía que iban a desistir, abrió la puerta:

¿Qué quieren a estas horas?

—¿Es usted el dueño de esta vivienda?

Me la ha alquilado un amigo.

Les contó que llevaba más de un mes viviendo en la misma, que la escalera no era para hacer un puente ni para tomar la luz de otra casa, sino que simplemente estaba reparando un desperfecto, y que su familia, su mujer y sus tres hijos iban a venir en unos días, ya que estaban con su suegra de vacaciones, y él se había quedado de Rodríguez. Le pidieron la documentación, tomaron nota y le dijeron que ese perro no podía estar suelto por la calle y que comprobarían su versión. Después de contarnos todo eso, y a pesar de que les dijimos que todo era mentira, nos dijeron que ellos no podían hacer más y se dirigieron hacia la comisaría.

A todo esto, mi mujer y mi hija lloraban de miedo, entre los ladridos del perro y los improperios que el okupa nos decía: que nos iba a rajar, que nos metiéramos en nuestras cosas y le dejáramos tranquilo. Nos volvimos a nuestras casas, quedando a primera hora para presentar la denuncia tal y como nos habían aconsejado los agentes.

A la mañana siguiente, a primera hora, allí estábamos los tres, intentando presentar la denuncia, pero ahí llegó otra sorpresa. Nos dijeron que había muy poco personal para atender y que hasta el martes, esto es, tres días después, no podían atendernos para presentarla. No salimos de nuestro asombro.

Pasaron los días con una convivencia muy complicada. Aquella casa se convirtió en un centro de peregrinación de personas de todo tipo en busca de, presuntamente, algún tipo de sustancias.

La convivencia en la zona se volvió una locura. El aumento de robos, de peleas, de coches de alta gama a toda velocidad por la zona, y las amenazas a los vecinos eran el pan de cada día. Los niños no podían jugar en la calle, los mayores ni pasear por las mismas; el miedo era evidente entre todos los que allí vivíamos.

Por seguridad, cogí a mi familia y nos marchamos a casa de mis padres. Han pasado cerca de dos años desde estos acontecimientos, y el propietario de la casa, un señor viudo que está en una residencia, sigue pagando el agua, la luz y todos los impuestos de los que viven en su casa. Los hijos están matriculados en la escuela del pueblo, a donde casi nunca van, incumpliéndose las normas de protección de menores.

Esta es una situación real que sucede en no pocos de nuestros pueblos, donde las autoridades miran hacia otro lado, diciendo que nuestra legislación no les permite actuar. Los abogados presentan una y otra denuncia, que se resuelven con penas menores y siempre con la insolvencia para el pago de los daños producidos, con más amenazas y miedo para los vecinos.

Desgraciadamente, en nuestro país, en estos supuestos, se es terriblemente proteccionista con el delincuente. Se lo ampara hasta en situaciones incomprensibles para la razón y se olvida totalmente de los demás y de sus derechos. Se confunde lo que es una necesidad social, es decir, que la vivienda es un derecho constitucional y que deben existir medios para que nuestros jóvenes puedan acceder a ella. Pero como no se cumple este propósito, parece que se tiene un enorme complejo y la solución es dejar robar y ocupar la propiedad de los demás.

Es lamentable la inseguridad que sufrimos, la cual no tiene comparación en ningún país de la Unión Europea. ¿Tenemos que contratar todos seguridad privada? Un Estado que no garantiza la seguridad de sus ciudadanos está incumpliendo hasta los derechos humanos.

Como diría aquel famoso humorista, esto parece diseñado por el enemigo. El gran problema es que nuestras autoridades protegen al delincuente y castigan al inocente. Y por si fuera poco, dejan sin vivienda a quienes realmente lo merecen y necesitan.