viernes. 22.11.2024
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Risk 007: el verdadero amor, en Santoña llama dos veces

Llegó la Navidad al Café Risk 007 y con él una copa de balón que teñía de azul pajizo una parte del mostrador donde Ágata, una antigua vedette de los esplendorosos años del Moulin Rouge, apuraba su último trago saboreando la esencia del enebro con el anís estrellado que ondulaba sobre su Gin-Tonic.

Risk 007: el verdadero amor, en Santoña llama dos veces

Con la sutileza de alguien educado en la exquisitez de los actos protocolarios, cogió la consumición con la elegancia que lo haría Coco Channel en su butaca del hotel Ritz de Paris, no sin antes limpiarse el rojo carmín de sus labios con una servilleta.

Su dedo índice y pulgar de la mano izquierda sujetaba el tallo del vaso cuyo cuerpo era acariciado con la palma de la otra mano. Un sombrero tipo floppy que caía a la altura de sus ojos coloreaba su virginal rostro, únicamente manchado por un léntigo solar a la altura de la sien.

Con donaire y un top fruncido de espalda  descubierta, esperaba mi llegada  sentada en un taburete, con sus largas e insinuantes piernas cruzadas y con la canción “Last Christmas” del grupo Wham sonando a todo volumen.

Nadie se acercaba a su lado porque en realidad nadie la podía ver. Era una sombra de su pasado que cada año acudía al mismo lugar para redimirse en la misma mesa donde nos vimos por primera vez. 

No habíamos tenido suerte, queríamos estar juntos, pero el infortunio parecía habernos echado una maldición. Por eso lo de vernos una vez al año en Navidad, en nuestra querida Santoña.

Ágata había sido protagonista de muchos episodios de music-hall, de bailarinas saliendo de tartas, de noches donde corría el champán fantaseando entre bailes de cancán con un elefante en el jardín que divertía a un público rodeado de decorados extravagantes.

Como un espectro de su propio recuerdo, y acariciando con dulzura la alianza bicolor que le había regalado en aquellas fiestas del año 1988, imaginaba que, por fin, el destino nos concedería el milagro del reencuentro para no volvernos a separar. Yo en Paris o ella en Barcelona, daba igual. El uno por el otro.

Como de costumbre, acudió aquella noche de un frío mes de diciembre del año 1992 al Café Risk 007 a las 23:00 horas. Antes de que yo llegase sonó su teléfono. El director artístico de una importante compañía de teatro la ofreció un contrato de cinco años para mudarse de ciudad y trabajar en Londres. No dudó en aceptarlo. Tomó la decisión con premura, sin pensarlo. Todo sucedió deprisa; sin capacidad para contener la emoción, se levantó y se marchó. Un vuelo charter la trasladaría a la capital inglesa al día siguiente.

Cuando llegué a la cafetería ya no estaba. No volví a saber de ella, tan solo su Gin-Tonic vacío y las reseñas de los camareros me dejaron una parte de su inútil rastro. Por más que intenté localizarla no pude conseguirlo. Con los años, a través de terceras personas llegué a averiguar que Ágata maldijo siempre aquella decisión.

Tuvo que ser un verano del año 1995 el que nos volviese a unir, con la magia que solo puede ofrecer la serendipia. El silencio elegido no había podido evitar que siguiésemos pensándonos. 

Sobre su piel chisporroteaba la arena del último baño en el mar, y su poros, acicalados hasta los tobillos con pequeños restos de salitre desecado, descubrían con cuquería un cuerpo de vértigo.

Ágata iba paseando por la playa de Berria con dos de sus amigas francesas cuando, como un náufrago que ve un oasis lejano, emergí yo de entre las dunas.

La música del recién estrenado “Chiringuito del Barco” sonaba mientras Colette y Claudine, como así se llamaban las gabachas, miraban la  petrificada figura de su amiga Ágata.

El magnetismo que emanaba el momento invadió de azules marinos nuestros ojos.

Parecía no haber más que nosotros. Se echó hacia atrás su pelo lacio en una mueca cortesana y sensual, y miró a Colette y a Claudine con gesto condescendiente para decirlas que ahora sí, que ahora sería para siempre.

Quizá los buenos y auténticos momentos se den a base de vueltas y más vueltas, de alegrías y de angustias contenidas, de frenos que se conjuran y retroalimentan para trasladarse por nuestra vida cuando esta nos enseña que no siempre un gran amor es sinónimo de éxito a la primera.